El Prom 57 nos ha legado una impresionante interpretación de la Segunda Sinfonía de Mahler por Daniel Harding, la Orquesta Sinfónica de la Radio Sueca y los solistas y coros citados. La dirección de Harding huyó de cualquier tipo de egocentrismo, pero no por ello resultó lo más mínimamente plana. La forma en que dio vida a la narrativa mahleriana demostró su fino sentido dramático, frontalmente ajeno a la vulgar teatralidad que tan a menudo sufrimos en esta música. Al mismo tiempo consiguió la nada despreciable hazaña de sobreponerse a la horrible acústica del Royal Albert Hall sin que se resintiese el equilibrio ideal entre lo instrumental y lo dramático.
El primer movimiento se abrió con un impecable attaca de los chelos y contrabajos suecos. El sonido de las cuerdas no resultó, sin embargo, siempre tan exuberante, pero esto probablemente fue una cuestión de acústica a la que mis oídos pronto se acomodaron. Harding mostró atención a los detalles, tanto en términos de contraste dinámico como de rubato, sin llegar nunca a caer en el manierismo típico de un tratamiento microscópico. Maderas incisivas, metales espléndidamente marciales y por encima de todo una sensación de misterio e inquietud impregnando los momentos mahlerianos más liminales. Pronto fui consciente de que no estaba sumando una interpretación más de una obra demasiado programada, incluso en interpretaciones mediocres o incluso peores; sino que se trataba de una interpretación que iba a engancharme. Los escenarios físicos y metafísicos que se suceden en la partitura desfilaban sutilmente pero al mismo tiempo Harding no huía de los grandes gestos; eso sí, bien preparados y sólo cuando eran necesarios. Hubo unas raras ocasiones en las que al menos “sobre el papel” hubiese agradecido cambios de tiempo más graduales, pero el carácter y el empuje casi wagneriano me compensaron sobradamente. No pude dejar de pensar en estas ocasiones en la irónica aspiración wagneriana de realizar un “teatro invisible”.
A lo largo de todo el concierto fue evidente que éste estaba regido por una mente musical -y esto es mucho más importante que el hecho de que todo el mundo esté de acuerdo con las decisiones que esta mente tome. En la recapitulación el material fue modificado sutilmente y de una forma coherente con lo expuesto previamente. Me resultó muy agradable el portamento en los violines; nada excesivo, muy disfrutable. Finalmente, apuntaría que raramente he escuchado las escalas descendentes en el arpa cargadas de tanta mordacidad. Recordé la interpretación que de esta obra hace Pierre Boulez.
Una pena que la sección maleducada del público rompiese a hablar tras el silencio subsiguiente. Sabedores o no de las intenciones de Mahler, el ver a Harding sentado -en vez de abandonar el escenario- debería haberles dado alguna pista. En cualquier caso, el segundo movimiento fluyó con un tiempo convincente, rubato en su punto justo y aterciopeladas cuerdas. La mágica entrada de la flauta fue tan cristalina como un manantial. Harding creó una encantadora atmósfera; como si asistiésemos a una serenata interpretada por una gran banda –aunque realmente ésta no es tan masiva. En este contexto la aparición de las turbulencias orquestales sonó lógicamente de lo más explosiva. Las cuerdas en pizzicato evocaron con su llegada a fantasmagóricas marionetas –pero recreadas de una forma natural; creíble. No se trataba por tanto de la vulgar casa de los horrores.
Los timbales anunciaron el tercer movimiento, attacca, tanto en el espíritu como en la letra. Hubo un perfecto equilibrio entre espontaneidad y sofisticación, inocencia y culpa. Era inevitable pensar en un anticipo del “río” de Berio (su Sinfonia). Las sardónicas maderas tuvieron buena parte del mérito, como también es reseñable el fino sentido de la ironía que Harding y sus músicos aportaron en una justa medida. No hay duda de que los peces respondieron a la prédica, pero ¿Cómo era el predicador? ¿Un poco de Ecclesiastes, un poco de San Antonio de Padua?
La buena realización musical y claridad y lógica en el contrapunto remarcaron estas ideas. La música sonaba -de forma reveladora- más bachiana de lo que habitualmente escuchamos. No se podría decir que lo onírico y fantasmagórico de esta música estuviesen minimizados, sino que estos aspectos cobraban un mayor sentido en una globalidad más contrastada. Igualmente, los vínculos temáticos con la música de los movimientos previos y la venidera fueron aparentes y cruciales en todo momento.
En ‘Urlicht’, la expresión de Christianne Stotijn fue directa, nunca simplista. Su dicción fue cristalina. La respuesta del metal al verso inicial constituyó un ambivalente coral ¿Se saludaba a la muerte o a algo más? Como sucede tan a menudo con Mahler, es una pregunta resbaladiza. El carácter Wunderhorn de la “canción” se sublimó, que no anuló, en este original contexto.
El paso al Final se produjo de de forma “natural” ¡Arte dentro del arte! Lo mismo se podría decir de los sucesivos esbozos temáticos. Hubo, por supuesto muchas diferencias con respecto a la Novena de Beethoven, pero las afinidades fueron al mismo tiempo muy claras, con Harding siempre permitiendo que saliesen a la luz. Una vez más, el drama pasó a un primer plano, pero sin sacrificar el puro dinamismo musical de la construcción (falsa dicotomía, pero que sin embargo merece esta mención heurística puntual) El diálogo entre la banda (¿de ultratumba?) in die Ferne y los músicos en el escenario fue auténticamente desconcertante. Al fin y al cabo la muerte y la resurrección no son moco de pavo. Tras unas interesantes vacilaciones –intencionadamente carentes de dramatismo- regresó el canto, la palabra -¿O quizás se podría decir, la Palabra? No podríamos asegurarlo ¡Esta es una de las claves de Mahler!
En su entrada, la dicción de Kate Royal resultó algo pobre –un remedo de vocalización operística. No fue así con la contribución liederística de Stotijn y de hecho Royal mejoró en su dúo con ella. Los coros de la Radio Sueca y de la Philharmonia demostraron una gran forma (indiferenciables en su perfección). Si digo que el resto de esta sección final funcionó por sí solo, estaría exagerando, pero lo cierto es que todo fluyó tan “naturalmente”– otra vez esta palabra–y de forma coherente con la hora de música anterior que casi parecía ser así. Por si fuera poco, el acorde en ‘Gott’ despertó escalofríos ¡Cómo debe ser!
Fue una pena que una minoría de onagros hiciese lo imposible por arruinar la conclusión, abortando el más breve de los silencios en su competición por el primer rebuzno. Semejante exhibicionismo egoísta no tiene sentido ni en un público ni en una interpretación mahleriana.
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