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LONDON · 27/ABRIL/2014 · BARBICAN HALL

MARK BERRY


7ª SINFONÍA
LONDON SYMPHONY ORCHESTRA
DANIELE GATTI

Desde 1996 Daniele Gatti no había vuelto a dirigir a la LSO así que ya iba siendo hora de remediarlo. En lo que a Mahler se refiere la orquesta no ha pasado recientemente por sus mejores momentos. No es culpa de la propia orquesta sino más bien de la dirección errada de Valery Gergiev. Este concierto dejó sin embargo claro que sigue siendo una orquesta mahleriana para tener muy en cuenta. La Quinta que Gatti dirigió a la Filharmonia en el 2012 es la mejor interpretación que he escuchado de una obra que “en directo” resulta a menudo problemática. En esta ocasión se enfrentaba -ya adelanto que con excelente resultado- a su hermana más rebelde.

El primer movimiento arrancó -y progresó- a un tiempo muy moderado: no a la Klemperer, pero ciertamente evocando parte de su tenacidad y descaro. Aunque diga que fue una versión más dilatada de lo habitual esto no fue ni mucho menos un problema. Fue una interpretación que requirió del oyente un esfuerzo; no precisamente un periplo para embarcarse a la ligera. La velada empezó a las 7.35 y finalizó sobre las 9.05. Mi butaca estaba situada considerablemente más adelante de lo ideal. De hecho sólo había dos filas entre mi asiento y el escenario. El esfuerzo orquestal físico se me hacía patente de una manera más intensa de lo habitual. Pero como suele suceder, esto tenía su compensación. Lo que se perdía en cohesión se ganaba en una inmediatez abrumadora -en ocasiones incluso a un volumen sobrecogedor. Gatti no siguió la senda de Daniel Barenboim -su Séptima tanto en vivo como en CD para mi sorpresa funciona muy bien- según la cual esta sinfonía mahleriana se transforma en algo más próximo a Brahms o dicho en otras palabras, intenta que el material musical cobre un sentido a cualquier precio. Gatti se recrea sin embargo en las discontinuidades mahlerianas. Conscientemente o no fue una lectura auténticamente adorniana.

Por favor, no me malinterpreten. No quiero decir que fuese una interpretación meramente caótica. Para que las fracturas y discontinuidades cobren sentido tiene que haber detrás de ellas una línea conductora global firme. Y ciertamente la hubo. El virtuosismo de los músicos la puso nítidamente de relieve. No sólo esto; los ecos de la Sexta Sinfonía estaban presentes de una forma mucho más intensa de lo que nunca había antes escuchado; en parte gracias al tiempo moderado, en parte por el esfuerzo sobrehumano con el que las cuerdas se volcaron sobre sus instrumentos y en parte como resultado de una comprensión armónica firme que convertía la sucesión de discontinuidades en casi una parodia de la sinfonía previa: una parodia que quería dejar de serlo, que estaba condenada al fracaso y que en cada tropiezo nos revelaba algo diferente.

Los tres movimientos centrales fueron adecuadamente expuestos como partes de un todo más amplio. Todos los horrores, distorsiones y engatusamientos que nunca acabamos de creernos, fueron perfectamente evocados gracias al dominio del color orquestal, del fraseo y del rubato. Fuese cual fuese nuestro destino, éste no era casual. Los ritmos desplegados recordaban a la vieja Viena -¿o tal vez en el caso de Mahler deberíamos hablar de la nueva Viena? La escritura de Mahler fue recreada con la máxima sensibilidad: raramente he escuchado a la mandolina tan claramente y con un carácter tan rebelde -a la Don Giovanni- ni nunca los cencerros me han sonado tan milagrosamente en la lejanía, con una perfección atmosférica que siempre pensé estaba fuera del alcance del Barbican. La primera música nocturna resultó relativamente -y sólo relativamente- normal, el desfile de criaturas malignas presidió el Scherzo y la segunda Nachtmusik perturbó, sedujo y a su manera inquietó tanto como los movimientos previos. Con esta sinfonía ¡y en esta interpretación! nada era lo que parecía pero conscientemente o incluso sub-conscientemente sí lo era.

Los ecos de Los maestros cantores en el final intentaron sacarnos de las pesadillas, pero éstas y sus ambigüedades demostraron ser más inquietantes de lo que parecía. Cuando por ejemplo Bernstein, en su magnífica pero bien distinta grabación final de la obra nos libera de los espíritus del Infierno, uno siente que esto es justo lo que eran. Aquí los demonios no fueron tan evidentes: resultaba harto difícil saber qué o quienes eran. Tal vez por esta razón nunca abandonaron el escenario. El final fue apropiadamente indefinido; la sinfonía de Mahler una vez más volvía a dejarnos perplejos.

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