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CONCIERTOS | CRÍTICAS DE CONCIERTOS
LONDON · 04/OCTUBRE/2012 · BARBICAN HALL

MARK BERRY


DES KNABEN WUNDERHORN
DOROTHEA RÖSCHMANN
IAN BOSTRIDGE
LONDON SYMPHONY ORCHESTRA
MANFRED HONECK

(+ WOLFGANG AMADEUS MOZART: 41ª SINFONÍA "JUPITER")

Este concierto debería haber sido dirigido por Sir Colin Davis; de hecho, la perspectiva de poder disfrutar en vivo a nuestro mozartiano más excelso dirigiendo la Sinfonía Júpiter era mi principal motivación para acudir al concierto. Lamentablemente, su convalecencia tras una reciente enfermedad le impide a Davis volver al pódium por una temporada. Mientras que su reciente concierto de octogésimo quinto aniversario había tenido que sufrir una considerable reorganización del programa, en este caso la única alteración necesaria fue el remplazo de Sir Colin por Manfred Honeck.

Aunque el primer movimiento de la Jupiter fue llevado a un tiempo más rápido de lo que Davis probablemente habría elegido, no fue una elección caprichosa. Quizás resultó algo sobrio, pero la LSO mostró una excelente forma. Ni la orquesta ni el director mostraron ningún interés por la estúpida reducción de fuerzas o la ausencia de vibrato. Las excelentes maderas estuvieron especialmente risueñas, muy en particular la flauta mágica de Gareth Davies. También resultó igualmente impresionante la sedosa elegancia de los violines en el segundo tema. Aunque a pesar de todo esto no brindaría por la dirección de Honeck en este movimiento, lo cierto es que se lo tomó en serio, exhibiendo en el desarrollo una fuerza y determinación beethoveniana, y desplegando una fuerza global innegablemente mozartiana en equilibrio y simetría. No tuve, sin embargo, ninguna reserva en el movimiento lento, el cual por una vez fue efectivamente lento. Llevado a este coherente tempi se podría calificar de cualquier manera salvo de somnoliento; de hecho se podría hablar de una interpretación casi ideal. El dramatismo se construía no en base a efectismos sino gracias a un discurso coherente y a un entendimiento del ritmo armónico. La interpretación de la LSO fue irreprochable en todas sus secciones, densa que no edulcorada y con un contrapunto proyectado de forma perfecta. Honeck y la orquesta combinaron el intimismo de la música de cámara con la urgencia dramática de un teatro de ópera hasta el punto que, en su profundo Romanticismo, esta interpretación puso a la obra a un tiro de piedra de la Sinfonía Incompleta de Schubert. El minueto fue casi -no totalmente- de una gracia neo-clásica. En este podíamos encontrar presagios de La clemenza di Tito. Honeck y unas maderas especialmente encantadoras hicieron justicia a la riqueza armónica y a la pura delicia de la inspiración melódica de Mozart.

El carácter del movimiento final nos retrotrajo al mundo del primer movimiento. Hubiese por tanto preferido una lectura menos fiera, en cierto modo más “austríaca” (y soy consciente de la nacionalidad de Honeck), pero su gran determinación fue igualmente digna de aplauso. El genio estructural de Mozart, por no hablar de su profunda humanidad, brilló de principio a fin, con una LSO en plena forma. La milagrosa coda, con su contrapunto quíntuple invertido, fue fraseada con claridad y dinamismo. Lo único que estuvo ausente, al menos para mí, fue una sonrisa. Debería añadir que fue patente que la LSO disfrutó con Honeck, y es justo decir, que para tratarse de un debut, Mozart se trataba de la prueba más exigente posible.

La única ocasión en que había hasta ahora podido escuchar en concierto el ciclo Des Knaben Wunderhorn completo fue en una interpretación auténticamente de lujo en el año 2009 con Petra Lang, Hanno Müller-Brachmann, y la Staaskapelle Berlin dirigida por Michael Gielen. En ese momento el problema había sido -al menos para mí-la pieza compañera de programa: la versión de “Viena” de la Primera Sinfonía de Bruckner, obra que por mucho que lo intento no dejo de encontrar interminable. Encontré la dirección de Honeck a la LSO a la altura de la exhibida por Gielen en Berlín, sin duda ambas dignas de alabanza. De hecho no creo que pueda lanzar ninguna crítica negativa hacia la orquesta y el director ni aun a propósito. (Bien, quizás podría, pero me resistiré a la inmensa tentación.) Los pianissimi fueron particularmente abrumadores. Desde la primera canción, “Der Schildwache Nachtlied”, el color orquestal resultó maravillosamente transparente. El militarismo de esta y otras canciones fue recreado con lógica –es el caso de las tres trompetas de la LSO en “Revelge”– y las armonías wagnerianas de las estrofas alternas (Dorothea Röschmann) fueron construidas convincentemente. Había tensión en el ritmo, y cuando era necesario, o deseable -por ejemplo en la segunda y en la octava canción- se escuchaba ¡y se sentía! un adecuado e idiomático aire vienés. La orquesta prácticamente hervía en “Das iridische Leben” haciendo el Lied tan escalofriante como debe ser, mientras que el tiempo ominoso de “Der Tambourgesell” nos regaló unos punzantes gemidos del corno inglés (Christine Pendrill) que podrían perfectamente ser obra de la mano de Bach. “Lob des hohen Verstandes” sonó -como debe ser- como una secuela camerística de Los maestros cantores, aunque aportando esa la ironía que característicamente se echa de menos en la propia “Meisterstück” de Wagner. Finalmente fue presentada de forma conmovedora la inagotable tristeza de “Wo die schönen Truompeten blasen”.

Röschmann arrancó algo trémula, pero pronto se tranquilizó, permitiéndonos disfrutar de una voz exuberante, auténticamente romántica, así como una detallada atención a las palabras. Ian Bostridge ciertamente también podría atribuirse ese mérito, pero aparte ed esto me temo que -aunque lo intenté- encontré sus intervenciones muy poco convincentes. Si en su primera canción y en “Trost im Unglück” uno podría llegar a convencerse de que estaba ante una interesante lectura “alternativa” y tal vez anticipadora del Capitán de “Wozzeck”, “Des Antonius von Padua Fischpredigt” fue cantado de una forma tan cansina que sonó como si la historia fuese contada por una caricatura del Mime wagneriano. Sí, hubo una interesante mordacidad en el sonido, pero la rectitud -en absoluto carente de sutileza- de Müller-Brachmann en Berlin era infinitamente preferible, al menos para este oyente. El “Lied des Verfolgten im Turm” de nuevo ofreció mordacidad, pero la interpretación de Bostridge abusó tan exageradamente del Sprechgesang que sonó como una simple caricatura. Me imagino que alguien puede considerar su “Reveille” bien “caracterizado” pero para mi gusto cruzó los límites existentes entre el manierismo y la palmaria grotesquería, estando más próximo a las locuras de un morfinómano que a nada que Mahler pudiese haber ideado. “Verlorne müh” ofreció un sonido vocal tan desagradable, que constituyó el ne plus ultra. Lo único que podía hacer uno era concentrarse en la orquesta. Afortunadamente por supuesto hubo mucho que disfrutar en la interpretación de de Röschmann, ya fuera por el hermoso tratamiento del melisma en “Wer hat dies Liedlein erdacht” o por la convincente lectura de “Rheinlegendchen,” de la cual quien esto escribe salió sonriendo a la manera auténticamente vienesa; con un ojo seco, y el otro humedecido.

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