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CONCIERTOS | CRÍTICAS DE CONCIERTOS
LONDON · 09/OCTUBRE/2011 · ROYAL FESTIVAL HALL

MARK BERRY


8ª SINFONíA
SALLY MATTHEWS
AILISH TYNAN
SARAH TYNAN
SARAH CONNOLLY
ANNE-MARIE OWENS
STEFAN VINKE
MARK STONE
STEPHEN GADD
THE CHOIRS OF ETON COLLEGE
PHILHARMONIA VOICES
PHILHARMONIA CHORUS
BBC SYMPHONY CHORUS
PHILHARMONIA ORCHESTRA
LORIN MAAZEL

Tras el terriblemente anodino primer movimiento de la Décima que recientemente nos ofreció Lorin Maazel, me parecía imposible que su Octava pudiese resultar peor. Pero así fue –y además de forma considerable-.

El Veni, creator spiritus estalló violentamente, de forma enérgica, pero a la vez y lamentablemente, no sólo a un tiempo metronómico sino incluso enfatizando cada pulso, tal como había sucedido en el concierto citado. De la explosión inicial pasamos a un brusquísimo enlentecimiento o más bien parón con la entrada de los solistas. Estos estuvieron perfectamente compenetrados con la Philharmonia la cual en esta sección se vio reducida al papel de un mero acompañante. Los solistas transmitían más la impresión de formar un concertante verdiano que de ser auténticas voces celestiales reinando en el firmamento. Por añadidura estaban colocados de forma absurda: no solo por estar situados detrás de la orquesta (aunque sobre plataformas) sino también por estar dispuestos antifónicamente en las dos esquinas más elevadas del escenario. Era tal el enfrentamiento entre los solistas masculinos y los femeninos que daba la sensación de que el director o la organización debían ser serios opositores a cualquier tipo de educación mixta.

Los solistas rindieron a un nivel muy variable: entre los hombres la voz de Stefan Vinke prevaleció, en ocasiones para bien, en otras para mal, mientras Sarah Connolly fue la más consistente de sus oponentes. Sally Matthews a menudo sonó forzada, aunque ¿Quien no lo estaría a ese tempi? Mientras, Ailish Tynan aportó puntualmente la nota discordante de la velada.

En las contadas ocasiones en las que el tempi se aceleraba, esto sucedía siempre de forma dramática, vertiginosa y desde luego arbitraria, para –curiosamente- al momento frenarse. En ningún momento había el más mínimo indicio de lo que las palabras -¡y por supuesto la música!- significaban. Todo sonaba muy forzado, en absoluto estático o placentero.

Mientras la Philharmonia estuvo muy atinada en el plano estrictamente técnico, es de lamentar que exhibiese -especialmente durante el desarrollo de la segunda parte- unos ataques exageradamente feroces, sin duda reflejo sonoro de la compulsiva dirección de Maazel. Incluso los pizzicato daban la impresión de cortar los dedos de las manos.

Una llamativa pifia de la trompa en el ataque de la doble fuga puede ser fácilmente disculpado, pero la vulgaridad con la que Maazel dirigió al metal nunca podrá serlo: incluso Solti se hubiese enrojecido ante tal ensordecedor ruido; voluminoso, basto, artificialmente “excitante”. Y así una y otra vez, recapitulación sin coda.

La introducción de la segunda parte nos retrotrajo a la tortura auditiva del tratamiento microscópico del Adagio de la Décima: cada subdivisión del pulso golpeaba la conciencia colectiva; cada nota era un ente independiente, aparentemente inconexas unas con otras, siempre todo muy, muy lentamente. No hubo un sentido de continuidad, menos aun de globalidad –y eso en esta obra ¡el más extraordinario de los frescos sonoros! Me sentía como en una desagradable visita al dentista más que contemplando un bosque, por no hablar de un viaje hacia un mundo metafísico. Aunque las cuerdas sonaron refulgentes, uno sólo podía lamentar el penoso desperdicio de su talento. Según avanzaba la velada se hacía sin embargo más evidente que a pesar de la habilidad de los músicos tanto la orquesta como la sala resultaban demasiado pequeñas. En una interpretación mínimamente decente esto habría sido más importante.

A continuación retorno al lento progreso de la segunda parte. Los coros –no hubo prácticamente ningún fallo en el canto coral, siempre impresionante en sonido y cuerpo– a velocidad de ensayo sufrieron la más rígida de las direcciones. Cuando el Pater Ecstaticus respondió, por fin en un contexto de un tiempo razonable, su voz inevitablemente sonó desconectada de lo que había sucedido previamente. Stephen Gadd, sustituto de última hora de Brindley Sherratt, estuvo algo forzado como Pater Profundus: fuese cual fuese su registro (era citado como barítono), ‘profundus’ no era la primera descripción que venía a la cabeza. Los tempi continuaban fluctuando arbitrariamente, aunque predominaban los hiper-lentos: siempre subdivisión de compas a compas. Fue una prueba de resistencia que no se correspondía con mi concepción de la obra. La Mater Gloriosa más que flotar parecía arrastrarse. Va-ci-lan-te.

Una y otra vez los solistas resultaban un grupo heterogéneo. La afinación de Vinke, siendo benévolo diría que oscilaba. (Su voz parece haberse deteriorado desde las primeras ocasiones en que lo escuché en Leipzig, donde parecía un prometedor Heldentenor.) Connolly de nuevo resultó la más interesante y brillante de las mujeres, especialmente cuando su voz se fundió con unos punzantes trombones –fue uno de los escasos momentos de lucidez musical; nos transportó al mundo de la Segunda Sinfonía. Anne-Marie Owens sin embargo estuvo trémula y confusa en la dicción. Ailish Tynan demostró carecer de un sonido mínimamente refinado: una Gretchen impetuosa es una idea tan nefasta como suena. La primera sílaba de ‘Hülle’ (en der alten Hülle sich entrafft) varió entre al menos tres, probablemente más registros. En cuanto a su intento final de mostrarnos a Gretchen como una diva, uno puede responder cansinamente que eso no es lo que Mahler tenía en mente - por no hablar de Goethe. Sarah Tynan, sin embargo, leyó sus líneas con evidente y convincente sinceridad desde uno de los palcos.

Inmediatamente después de la intervención de la Mater Gloriosa llegó uno de esos momentos trsites y desconcertantes. Un desafortunado contrabajista cayó de su silla y aparentemente golpeó a su instrumento, teniendo que ser sacado del escenario con otros compañeros de la sección. Fue un accidente inquietante pero el show continuó. La conclusión del 'Chorus Mysticus', y esto no sorprenderá a nadie, fue sin piedad dilatada, desmintiendo un mínimo atisbo de vida en su inicio.

No soy proclive a anotar o al menos resaltar la duración de las interpretaciones pero hubo una clara discrepancia entre el tiempo previsto de la interpretación (ochenta minutos) y un concierto de las 7.30 p.m. que, aunque empezó seis o siete minutos tarde, finalizó bien pasadas las 9.15. Sólo el primer movimiento debió durar media hora. Los tempi lentos pueden a menudo ser reveladores: considérese Klemperer ¡Pero también intente no considerarse a Maazel! A pesar de los pesares en el momento que Mahler fue liberado de tanta miseria algunos miembros del público se levantaron y empezaron a vociferan su entusiasmo. Era el momento de coger le bus de vuelta a casa.

ver crítica en inglés (English)

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