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CONCIERTOS | CRÍTICAS DE CONCIERTOS
LONDON · 20/JULIO/2009 · ROYAL ALBERT HALL · PROM 5

MARK BERRY


9ª SINFONÍA
LONDON SYMPHONY ORCHESTRA
BERNARD HAITINK

Por propia definición lo extraordinario solo se manifiesta muy raramente. Por ello me encuentro en la curiosa posición de cuestionarme si puede ser cierto que haya asistido en un año a dos interpretaciones extraordinarias de la Novena de Mahler. Quizás un distanciamiento, crítico y en el tiempo, podría desengañarme al respecto, pero creo que no es el caso. Sólo seis meses tras la conmovedora interpretación de Daniele Gatti con la Royal Philharmonic Orchestra he disfrutado de una interpretación bien distinta -pero como mínimo igual de “grande”- debida a la London Symphony Orchestra y a Bernard Haitink. No sólo esto, la LSO, me ha demostrado que una interpretación tristemente penosa–“extraordinaria” pero en un sentido bien distinto- de la misma obra, poco más de hace un año, no tuvo nada que ver con la orquesta sino más bien con la errónea dirección de Valery Gergiev. De hecho en términos de realización orquestal este reciente concierto desplazaba a la RPO –a pesar de su buena forma- a un relativo segundo plano.

El primer movimiento se abrió a un tiempo lento, evolucionando de esa forma: más desapegado del mundo de lo que uno podría haber esperado pero al mismo tiempo exhibiendo una belleza radiante. Su inexorable marcha hacia adelante –no recuerdo haber escuchado unas arpas mahlerianas tan sobrecogedoras- me retrotrajo al Winterreise de Schubert. Esto a su vez me recuerda una reciente observación de Michael Tilson Thomas, según la cual “Mahler persigue los ideales de Schubert con la técnica de Wagner”. En parte fue debido a la evocación del Götterdämmerung wagneriano por el virtuosísitico metal a la vez que a la participación de los timbales, los cuales evidenciaron la indeleble impresión que Fafner sin duda había causado en Mahler. Por que, al igual que con Wagner, la dialéctica mahleriana y muy especialmente post-mahleriana sobre lo hermoso y lo antiestético, sugirió -tal como esta interpretación probó-, que lo segundo más que detraer de lo primero, lo amplifica. Haitink no enfatizó la cara oculta de la luna orquestal, pero sin embargo demostró conocer perfectamente donde resaltar no sólo lo discordante sino también los timbres más sorprendentes. En los momentos de aparente calma la impresión era la de estar asomándose a los confines del abismo. De hecho la interpretación estaba resultando tan cautivadora que desviar la mirada o la concentración de lo que estaba sucediendo en el escenario resultaba simplemente imposible. Las llamadas de consuelo de las trompas al final del movimiento –¿lo son realmente?– resonaron desde los albores del Romanticismo alemán, pero con la consciencia de que su “relativa” inocencia no podría mantenerse por mucho tiempo. El solo de flauta de Gareth Davies sugirió muy oportunamente una imagen más fragmentaria, modernista, mientras otros intentos de lograr la cuadratura del círculo mahleriano no lo consiguieron. Ni siquiera el concertino Gordan Nikolitch, incluso a pesar de la dulzura de su tono –¡o tal vez debido a ella!

La tosquedad con que se abrió el siguiente movimiento nos trasladó nuevamente en el tiempo, esta vez al mundo de Der Freischütz, una vez más asumiendo que ese tiempo ya es sólo un recuerdo. A pesar de la inmensa vitalidad de los Ländler mahlerianos se hacía evidente lo vacío de su expresión. Aunque el fantasmagórico contrapunto del compositor intentaba llenar ese vacío esto era desde luego un imposible, incluso a pesar de esa sensación de actividad que nos evocaba a la Quinta Sinfonía. Tal fracaso no fue tan evidente en esta interpretación como pudiese serlo en una de Boulez, pero a pesar de ello era palpable. El oasis de “paz”, sin ambages en su recreación, sin tener que recurrir a gestos de histerismo, una vez más provocó el terror en mi corazón. Hasta el punto que cuando las marionetas entraron en escenas ellas también percibieron el horror.

Tal representación teatral, sin embargo sólo era un mero presentimiento del Totentanz del Rondo-Burleske. De nuevo la absoluta seguridad rítmica de Haitink construyó un excelente esqueleto sobre el que el terror iba a hacer su aparición. El director se mostró tan proclive a recordarnos las conexiones con los movimientos previos como a mostrarnos la forma en que Mahler puede incluso ir más allá de lo que ya nos había parecido extremo. Así un metal sepulcral una vez más evocó la penumbra wagneriana. También escuchamos ecos del contrapunto de la Quinta y de la Séptima Sinfonía: la pesadilla del siglo veinte, Die Meistersinger sin Gemeinschaft. Sólo cuando las tornas se estaban volviendo ya excesivamente ácidas, se nos mostró una visión de lo que podría ser –o de lo que podría haber sido. Visión que pronto sería cruelmente distorsionada de una forma realmente cruel al retener una buena parte de su belleza inicial. Aquellas vistas, físicas y metafísicas, en las cuales Mahler es un maestro supremo, surgieron subyugantes en la transición del la menor al re mayor. Sin embargo glissandi mágicos del arpa que necesitaban ser oídos para ser creídos nos pedían cautela: la visión estaba agonizando, a la vez en su proximidad y en su distancia. Y así las marionetas de la muerte hicieron su aparición, regodeándose en su triunfo con su murmullo de nornas cósmicas genuinamente ácidas.

Si tal sarcasmo es sólo habladuría ¿podemos mantener la esperanza de un amanecer o únicamente nos resta el ocaso en el Adagio? Asistimos a una interpretación cálida, con unas cuerdas de la LSO subyugantes tanto en su vibrato como en el ocasional uso del portamento. No pude dejar de evocar el movimiento final de la Tercera Sinfonía, aunque asumiendo que mucho han cambiado las cosas desde entonces, tal como las fantasmales interrupciones mahlerianas nos lo estaban demostrando. El contrapunto se había reconciliado con la armonía tal como si el movimiento fuese un gigantesco preludio coral bachiano. Quizás en cierto sentido lo es. Aunque posteriormente a Mahler encontraremos más ejemplos de una sección de cuerda cantando plenamente al unísono (quizás incluso sin ironía), uno sentía que asistíamos al final de una época. Haitink consiguió lúcidamente transmitir una sensación de pérdida al mismo tiempo que de resolución. Se me hizo evidente que el debate acerca de si la sinfonía es “sobre” la vida o “sobre” la muerte carece realmente de sentido ¿Cómo se puede considerar una sin contar con la otra? Bach bien lo sabía – y nosotros deberíamos también saberlo. Estábamos ante un destino y a la vez un nuevo punto de partida, pero en el cual no podríamos olvidar lo vivido previamente: reconciliación no es sinónimo de amnesia. Tanto en la obra como en la interpretación algo se había desvanecido, pero a la vez una nueva posibilidad se había abierto ante nuestros oídos.

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