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CORRESPONDENCIAS: MAHLER Y STRAUSS, EL LIED COMO ESENCIA

ALBERT FERRER I FLAMARICH

Notas al programa 31 de la Temporada de conciertos 08-09 de l'OBC en L'Auditori de Barcelona. 5 de mayo de 2009. La extensión se debe a las exgencias y el tono divulgativo que exige la sede organizativa. [pdf]

Pese a que un equivalente de Las cuatro últimas canciones de Strauss es El canto de la tierra de Mahler, la Cuarta sinfonía de éste último comparte el canto al dolor y al amor de la vida desde la subjetividad del verdadero viajero tal y como lo entendía Baudelaire: la de la persona que parte para no volver. De algún modo, un vínculo entre ellas podría ser éste: «En mi principio reside ya mi final; en mi final reside ya mi principio».

Mahler y Strauss fueron dos postwagnerianos que llevaron el lenguaje tonal donde señaló el Tristán e Isolda: el tanteo de la atonalidad, la ambigüedad tonal y la tonalidad evolutiva. Lo hicieron siguiendo caminos distintos pero con objetivos convergentes. Como dijo Mahler: «Strauss y yo cavamos túneles por vertientes distintas de una misma montaña. Ya nos encontraremos». De ahí que ambos autores —sobre todo Strauss, que vivió hasta 1949— se convirtieran en incómodas reliquias de un romanticismo revalorizado por la sensibilidad posmoderna, enfrentada al rechazo, considerado por aquel entonces como «moderno», de la emoción y la melodía de las vanguardias.

Tanto Strauss como Mahler catalizaron una fusión de varios géneros musicales y edificaron su obra a partir del lied romántico, transformándolo en poema sinfónico (Strauss) y en sinfonía (Mahler), entendidos como complejos sonoros en los que todo podía tener cabida. Desde ángulos opuestos, los dos compositores participaron en el ya antiguo debate acerca de si la música instrumental debía crear su propio texto o si, por el contrario, debía estar a su servicio. Una dicotomía ésta que ambos ejemplifican a la perfección: Strauss fue un creador todopoderoso que armaba sus textos según su conveniencia donde, por el contrario, el poema llevaba a Mahler a descubrir una esencia musical latente. Así lo demuestran Las cuatro últimas canciones, que nacen de un texto y que son fruto de una agrupación fortuita, mientras que la Cuarta sinfonía es la creación orgánica de un texto que busca su música.

Ambas obras van mucho más allá y aportan reflexiones filosóficas y teológicas. En el caso de Mahler, hay que recordar que en el judaísmo no existe una recompensa por el cumplimiento de la leyes de Dios, es decir, no existe un paraíso sino sólo su amor. De ahí nace la preocupación por una resurrección sin juicio en la Segunda sinfonía y la visión celestial de esta Cuarta sinfonía, entendida como una revelación contra la cultura de la promesa. Por esto, un crítico judío recomendó escuchar esta sinfonía como si de un texto hebreo se tratara, es decir, en dirección invertida, empezando por el final hacia el inicio. Este hecho nos sitúa en la génesis de la Quinta sinfonía al encontrarnos con el tema de cuatro notas del destino y una prefiguración del rondó en el primer movimiento de la Cuarta.

A partir de El caballero de la rosa aparece en Strauss todo un universo neoclasicista, que, en el caso de Mahler, sólo se vehicula en la Cuarta. Ésta puede, por lo tanto, entenderse como una retractación de la cosmogonía expresada en las sinfonías anteriores, mientras que los lieder straussianos son un adiós vital y al lied romántico. En ambas obras se da la culminación de una etapa que justifica la nostalgia que emanan: los lieder participan de una visión idílica; la sinfonía, de una visión idealista. Además, ambas obras nos remiten a la extinción en un todo universal que desmaterializa fragancias que entrelazan naturaleza y alma, luz y oscuridad. Ambas obras reflexionan sobre la muerte y sobre el dejar de ser: los lieder lo plantean como una liberación de la vida de modo similar a El canto de la tierra de Mahler, mientras que en la Cuarta lo hace desde la injusticia y con sarcasmo ya que nace de una realidad opresora y busca dar un giro existencial que se resolverá en la Quinta sinfonía.

Tanto Mahler como Strauss fueron compositores atrevidos y meticulosos en sus combinaciones tímbricas fruto de su labor como directores de orquesta y buenos conocedores de la obra de Berlioz. Curiosamente las obras en programa prescinden de los trombones y la tuba (a excepción de los dos últimos lieder), tienen intervenciones del primer violín solista y se basan en el lirismo y el refinamiento. Más aún, en ambas, la voz femenina está presente como una proyección del eterno femenino, como una encarnación de una realidad metafísica.

Strauss fue un maestro de los idilios musicales y éste es el espíritu que domina el ciclo inspirado en tres poemas de Hermann Hesse y uno de Joseph von Eichendorff. Existe un reposicionamiento esperanzado que convierte en serenidad lo que en Muerte y transfiguración era rebeldía y convierte en resignación lo que en las Metamorfosis era dolor profundo. Predominan las frases extensas, los ritmos lentos, las modulaciones abundantes y un entramado polifónico equilibrado entre la voz y la orquesta. «Früling» expresa el reencuentro amoroso mediante las coloraciones melismáticas y el goce constante de la orquesta, que capta con brillantez la creciente inquietud y la energía de la primavera. El evocativo «September» juega con ritmos diferentes y se vertebra con tres motivos musicales vinculados a tres ideas clave del poema expresadas antes del cuarto verso: el caer de las hojas —tresillos descendentes en notas agudas— la fría lluvia —frase descendente cuya primera nota es larga— y el final del verano —pequeña ornamentación a la palabra Sommer. «Bein Schlafegehen» comparte la estética decadente de óperas como El caballero de la rosa y Ariadne auf Naxos, mientras que «Im Abendrot» es la más densa en cuanto a texturas, anterior a las otras y añadida por el editor Ernst Roth. Pese al título, no son los últimos lieder compuestos por Strauss, aunque sí los más importantes.

La Cuarta sinfonía está tan emparentada con la Tercera como alejada de sus conceptos y de su construcción. Dicha complementariedad la encontramos en el poema Correspondencias de Baudelaire, que comparte elementos en clave decadente con el ciclo Des Knaben Wunderhorn, de donde procede el lied Das himmlische Leben del último movimiento. Finalizado en 1892, debía ser el séptimo movimiento de la Tercera sinfonía y presenta reminiscencias de música ligera con cierto aire de barcarola estilizada. En el primer movimiento, los cascabeles tienen una doble finalidad: la expresiva, al remitir al mundo infantil y la formal al indicar la estructura sonatística (exposición, repetición variada, desarrollo y reexposición). En el segundo movimiento, un ländler con dos trios líricos, el violín solista juega con la scordatura —afinación más aguda que crea un choque armónico— sugiriendo una danza de la muerte típica de antiguas pinturas germánicas. El tercer movimiento, el Adagio, es un rondó excelso con variaciones cuya coda es una explosión en fortissimo que abre las puertas del paraíso y anuncia la melodía del lied.

Finalmente, en los estrenos fueron también recibidas de modos distintos. Los lieder de Strauss se estrenaron el 22 de mayo de 1950 en el Royal Albert Hall con la gran soprano Kirsten Flagstad y la orquesta Philharmonia dirigida por el mítico Wilhelm Furtwängler, en una memorable sesión localizable en CD. En cambio la Sinfonía, dirigida por Mahler el 25 de noviembre de 1901 en Múnich, no fue entendida y tuvo una mala acogida general. A pesar de todo, junto con la Primera sinfonía, el Adagietto de la Quinta y El canto de la tierra, la Cuarta sinfonía mantuvo mínimamente vivo el nombre de Gustav Mahler hasta el boom de los años sesenta del pasado siglo.

© gustav-mahler.es